lunes, 27 de agosto de 2012

Jueves


Esa mañana, la Topo, había llegado hecha un huracán a la escuela. De conducta intachable, y sin haber faltado más que un puñado de veces en cuarenta años, ese día no solo estaba ingresando una hora más tarde de su horario habitual si no que, parece ser y por rumores que a medida que pasaban los minutos se hacían cada vez más verídicos, había ido a pedir encarecidamente, le dieran el pase a Salta a una escuelita rural.
No podía ser. La topo, o la Fernández como le decíamos alguno de sus colegas, había sido el dinosaurio de la escuela por años. Firme en sus horas de biología y sin pedir suplente ni una vez, conocía cada rincón de la escuela y, pondría las manos en el fuego, le era posible nombrar a cada uno de los docentes que pasaron por allí. Ésta era una de esas escenas que solo tienen vida en la fantasía, y que ninguno de nosotros pensó jamás que podía hacerse realidad. Cuando ese día la directora le preguntó, con el tono más neutral que pudo e intentando mantener la calma, si iba a dar la clase de todos modos, la topo finalmente estalló.
Si, la topo. María Isabel Fernández, 64 años, soltera. Con S mayúscula.
Se había recibido de profesora de biología muy joven, había hecho una carrera brillante. A tiempo y sin deber ningún final.  Y había ingresado al Normal 5 de San Justo casi dos meses después.
Desde entonces, la topo había dedicado su vida a enseñar. No era raro verla fuera de sus horarios estipulados rondando por el colegio. Era una de esas mujeres que llevan la bandera del orden y la pulcritud como modo de vida.  Ayudaba en cada acto escolar, aunque nada tuviera que ver con su materia. Era capaz de pasarse horas escribiendo pizarrones con frases o recortando escarapelas y lo cierto es que no escatimaba sermones cargados de años de hacer lo mismo, cuando un recién recibido pisaba la sala de profesores.
Más allá de todo eso nos era difícil, y lo sigue siendo aun, describirla un poco más. Era muy reservada y no había contado en todos esos años mucho más que un par de detalles.
Se sabía que era hija única, que su padre había muerto cuando ella era una nena y que se había criado con su madre y su abuela. Era soltera, de esas que llevan el peso de no haber encontrado nunca el hombre indicado. De las que se les nota en la mirada, por más que no lo digan. El brillo en los ojos y la mirada perdida de amor y deseo habían decidido pasarla por alto.
No mucho más.
Era alta, bastante. Un poco más de la altura que se espera en las mujeres (Sí, porque la sociedad también espera de las mujeres una altura).Flaca, de esas que derrochan huesos por doquier. Como si tuvieran más que todo el resto de los humanos.
Entregada, de alma y cuerpo a la profesión que le corría por las venas, era casi un delirio verla ahora, totalmente enfurecida, con un montón de lagrimas en los ojos y pidiendo por favor que la ayudaran a irse de ahí.
Algo había pasado. Algo grave, o algo que al menos estaba pidiendo ser investigado.
Y yo, que siempre tuve un corazón un tanto frágil y la lagrima fácil, ya andaba llorisqueando por ahí solo de ver cómo la Fernández, que ahora se había parado al lado de la directora y modulaba como podía, suplicaba piedad.
A veces creemos que hay cosas que van a permanecer así para siempre. Nos cuesta entender que lo que hemos visto por años como un castillo solido, puede derrumbarse en un segundo. O peor aun, nos cuesta mucho más asimilar que tal vez todos hayamos contribuido para que los cimientos de la vida de la Fernández se movieran, ahora sí, para siempre.
La escuela, a esta altura era ya una revolución. Los de 2da A, que ya sabían que la Topo andaba a las vueltas por ahí, no entendían por qué no tenían clases y se querían rajar. No nos daban las manos ni las pocas explicaciones que teníamos para rogarles que se quedaran quietos. No nos hacían falta cuarenta pibes corriendo por los pasillos con el batifondo que había en la dirección.
De tanto en tanto, Miriam, que siempre fue experta en escuchar detrás de las puertas nos traía algún dato, pero no lográbamos hilar más que un par de frases. Al parecer, la Fernández había logrado calmarse, o al menos dejar de gritar, y hablaba ahora con la directora en un modo más ameno. Dice Miriam que escuchó palabras como al pasar. Respeto, dignidad, piedad, alma.
¿De qué estarían hablando? ¿Qué le pasaba ahora a ésta mujer, a la que nunca escuché quejarse de demasiadas cosas? Me faltarían un par de horas aun para enterarme de todo.

Si algo nos faltaba a Laura y a mi, que hacíamos esfuerzos sobre humanos por pretender que los de 2do A no nos rompieran todo el colegio, era enterarnos de que al parecer la semana anterior, “La topo le dio unas horas a la de matemática para que tomara prueba, así que hoy tenemos toda la mañana con ella”. Sabíamos que la cosa en dirección venía para largo. Necesitaba que la directora me diera la orden para dejar ir a toda esa tropilla de adolescentes que ahora hablaban todos juntos y exigían retirarse ya mismo de ahí.
Hice el intento y golpeé la puerta de la dirección con cara de “no sé nada”. La directora me abrió y entré. La topo, tenía las manos juntas y metidas entre las piernas. Miraba para abajo todo el tiempo, solo levantó la cabeza para murmurar un “Buen día” y volvió a sumirse en su angustia.
Cuando finalmente me dio la orden para que los deje ir, Alicia me preguntó intentando sonar natural “Inés, ¿vos viste algo ayer en el salón de actos, después de que terminó”? Le respondí que no. Era la verdad.
Había sido un acto un poco denso. Había durado más de lo que esperábamos y los chicos se habían puesto especialmente molestos. La Fernández había tenido que separar a varios de los de su curso a cargo porque hablaban todo el tiempo. Un acto de mierda.

Fui, les di vía libre a los de segundo y a Laura que para ésta hora ya andaba estresada, y subí al salón de actos. Si algo de eso tenía que ver con la topo, entonces lo quería averiguar.
Estaba cerrado con llave.
Aproveché el recreo que recién empezaba, y me senté en el patio a ver “jugar” a los de 1ro. Me reía de recordarme a esa edad e intenté volver a esos momentos para ver si podía sentir algo parecido.
No hacía tanto que había abandonado el colegio. El mismo que ahora pisaba pero desde otro plano.
Digamos que no había sido una alumna brillante, pero me esforzaba lo necesario para no comerme todo un verano estudiando. Cuando terminé, sentí que yo también quería estar del lado de aquél que se sabe confiado a la hora de transferirle a alguien todo lo que ha aprendido. El magisterio fue mi mejor opción.
Cuando terminé la carrera, supe que quería volver al lugar donde había sido tan feliz. Me hice cargo de las horas de Cs.Sociales de los chiquitos de quinto, que compartían edificio por la tarde con los de secundaria. Por la mañana, era preceptora y encargada de la mayoría de los actos que se hacían.
Por supuesto que la topo también pasó por mi curso. Por eso tal vez, me costaba más entender qué le estaba pasando a esa mujer ahí adentro. Porque creía conocerla algo. Creía que había visto a esa tipa bancarse cosas ante las que muchos otros hubiéramos reaccionado de la peor manera. Me costaba imaginarme qué podía haber pasado ahora que fuera más grave que todo lo otro.

Se acercaba ya el mediodía, y me preocupaba que las cosas por allí siguieran igual.
Puse la pava, preparé unos mates y me senté en preceptoría con mis compañeras a esperar que se hiciera la hora de irnos. Pero por sobre todo, estaba a la espera de ver salir a la directora por la puerta que daba justo enfrente a mi silla y que tuve el placer o la desgracia de ver cómo se abría a la una menos cuarto de la tarde de ese jueves único.
La topo, escoltada por una directora totalmente confundida se acercaron hasta mí.
“Inesita, ¿no traés la llave del salón de actos y nos acompañas arriba?”. Supe que iba a saber la verdad.
“Si Fernández, cómo no”.
Subí esos 25 escalones como quién espera ver un muerto en la peor escena de crimen de su vida.
Abrí el salón de actos, prendí las luces y esperé unos segundos a que los viejos tubos dejaran de pestañear para llenar de claridad el lugar. Entré, y tuve finalmente ante mis ojos, la causa principal de las lágrimas de mi compañera aquella mañana.
Entre sillas revueltas, un par de escarapelas de papel crepé tiradas y algunas tizas desparramadas por ahí, lucía escalofriante el pizarrón del salón de actos escrito por dónde se lo mire con una tiza que aquella mañana me pareció espeluznantemente blanca.
“¿No querés tener hijos? ¿Querés llegar a vieja sin marido y fracasada? Llamá al 0800-TOPO y te decimos cómo hacer".
Miré a la directora, miré a la Fernández y bajé la vista.
La topo, a la que nunca le hizo falta que alguien le dijese así en la cara para saber que ese era su sobrenombre, la misma que había soportado durante años los chistes sobre su prominente dentadura o su flacura extrema, ella que había visto y en muchas oportunidades cómo sus propios colegas repartían risas socarronas por detrás cuándo pasaba, aquél miércoles por la tarde supo que había llegado a su límite.
Había dado por finalizado el acto, había hecho bajar a todos los cursos y se disponía a ordenar las últimas cosas antes de cerrar el salón cuando alguien subió a avisarle que Alicia, la directora, quería darle unos papeles o algo así y la necesitaba en dirección.
Bajó y se entretuvo. Diez minutos, quince, media hora.
Entonces alguien, decidió dejar plasmado en aquél pizarrón y en las pupilas de quienes después logramos verlo, que la miseria humana encuentra SIEMPRE, miles de lugares para escabullirse y hacerse presente.
Cuando la Fernández subió a cerrar el salón para irse a su casa porque ya la escuela estaba vacía, entró y leyó. Leyó y se sentó en una silla que había por ahí, porque el temblor en las piernas era tan fuerte que temía caerse. Leyó y lloró. Porque todas las otras veces, todas y cada una de las otras putas veces en que se rieron, fue de ella. Solamente de ella. Pero ésta vez, la vez que no olvidaría nunca y que la haría tomar la decisión de irse para no volver, se estaban riendo de todo lo que no había podido ser.
De todos los hijos que nunca había podido tener, sencillamente porque nunca había podido pertenecerle al hombre de sus sueños. Que existía. Claro que existía. Pero que  desconocía por completo que alguien, a no muchos kilómetros de su casa, lloraba cada noche por no haber podido tener nunca los ovarios para pronunciar ningún te amo.
De todas las noches que le había regalado en vano a la soledad, porque nunca tuvo el coraje suficiente.
De todas las lágrimas de impotencia que había sentido, cuando se dio cuenta que su momento para ser mamá se había vencido.
De todo lo que siempre soñó y nunca pudo tener.

miércoles, 15 de agosto de 2012

A futuro.-


Minúsculas partículas repletas de felicidad.
Maravillosas orugas transformadas en perfectas mariposas.
Proveedores de los abrazos más auténticos de toda (toda) tu vida.
Pintores de un mundo de acuarelas y crayones.
Cachetes vivientes recibidores de besos.
Piezas fundamentales del rompecabezas de tu vida.
Almitas de sonrisa fácil y baberos manchados.
Sucursales auténticas de uno mismo.
Héroes en pañales maestros del "para qué vivir".
Naricitas indefensas esperando saber cómo vivir.
Cuerpos diminutos con corazones gigantes.
Amalga exacta de un amor perpetuo.
Pequeñísimos seres que un día me llamarán “Mamá” e inundarán mi vida de felicidad para siempre.
Siempre.
SIEMPRE.