sábado, 15 de septiembre de 2012

Día utópico y esperable.


¿A dónde van todas las cosas que nunca pudimos hacer?
¿Dónde quedan guardados los sueños que siempre tuvimos y se alejaron de pronto?
¿Quién se llevó las sonrisas que guardabas con tanto ímpetu?

El tiempo nos arrebata de las manos, con absoluto descaro, las cosas que pensábamos que eran para siempre.
Un día y como por arte de magia, amanecen en vos millones de cosas que te cuestan reconocer como propias
Y a lo lejos, y sin darse vuelta para despedirte, ves como corre desaforada la nena que alguna vez
supiste ser y se lleva con ella millones de sonrisas inocentes que nunca volverán. Unas cuantas lágrimas
banales que querrías volver a usar y las muñecas y peluches que alguna vez estrujaste con fervor.
Y vos te quedás ahí,parada, sin entender bien cuando fue que creciste tanto.
Cerrás los ojos y recordas que no hace tanto tiempo desde la última vez que tu mamá te tapó para dormir
y en el calendario de tu vida estás cada vez más próxima a ser vos quien arrope a alguien cuando se haga de noche.
Porque hubo un tiempo, feliz y de ensueño, que aparece cada tanto para recordarte que ya no sos la misma.
Y te muestra, como fotos que tal vez no querrías ver, todo lo difícil que es vivir.
Pero así es la vida, increíblemente hermosa y abrumadora. Todo a la vez.

Y te enseña, sin que te des mucha cuenta, que un día cualquiera.de lluvia tal vez abras los ojos y estés allí:
En una mesa gigante, rodeada de voces infantiles, estrechada de la mano de tus amigos, abrazando con palabras al amor
de tu vida y arropando un poco más tarde a los dueños absolutos de las esperanzas de tu vida.
A veces duele crecer. Pero otras veces, como aquellas en las que esperas que el alma te ría a carcajadas, vivir es lo más parecido a la felicidad que existe.

martes, 4 de septiembre de 2012

¿Qué pasa que todavía...?


El barcito de la esquina nos recibía siempre en el mismo estado. Un olor incomparable, y de esos que no olvidaré más, a cigarrillo y café nos daban la bienvenida, y nosotros sabíamos que nos esperaban un par de horas de debate y risas. Era el clásico de la semana.
Nos sentábamos y pedíamos siempre lo mismo. Un café, dos lágrimas y un cortado. Siempre. Indefectiblemente.
Mario, Juan Carlos, el Negro y yo. Cómo una especie de tres mosqueteros con ayudante. Inseparables. De esos tipos que nacen para ser hermanos, pero que por algo la vida les dio madres distintas.
La memoria sin duda, debe de escondernos infinidad de recuerdos que preferimos olvidar. Pero alberga y protege de la mejor manera, a aquellos por los que hacemos esfuerzos sobrehumanos día tras días para mantenerlos vivos. No éramos más que cuatro pibes de barrio con hambre de sueños. O tal vez éramos mucho más que eso. Por eso lo que pasó.
Bah, en realidad no sé. Es como buscar un justificativo para entender el porqué. Ahora y después de tanto tiempo.
De voz gruesa y firme pero con convicciones en formación, Mario Carlos y yo nos pasábamos horas charlando de la vida. Filosofábamos. O al menos eso intentamos siempre.
Pero el negro era distinto.
Era un tipo de esos que llevan la ideología tatuada a fuego. De los que se ponen siempre la camiseta de sus sueños, para transpirarla hasta el último minuto. Incluso de sus propias vidas.
Metro setenta y cinco, y de piel “morena” como le decíamos en broma, el negro era el personaje más querido del barrio. Silbaba tangos, porque decía que cantarlos era muy triste porque hablaban siempre de melancolía. Pero consideraba que tenían una música fabulosa, así que ahí andaba siempre, silbando como loco “Caminito” o “Naranjo en flor”. Los amaba.

Al negro lo conocí en tercer grado. Un día, la directora abrió la puerta y lo presentó. De pelo engominado y zapatito lustrado, el negrito estaba firme al lado de la vieja. Del cagazo que tenía.
“Luis va a ser su compañerito nuevo. Por favor recíbanlo bien”. El negro hizo un paneo general.
Vio en el fondo a Gutiérrez, que no sé si decir que era malo pero a simple viste se perfilaba peligroso. Era el único que se sentaba solo. A excepción de mi que ese día, estaba huérfano de compañero. Corrí la carpeta y lo miré, para que entendiera que podía sentarse. No nos separamos nunca más.

Siempre tuvo una vida dura. De esos que sabían con seguridad que iban a poder comer porque tenían ya el plato en la mesa, pero no tenían ni idea si al día siguiente esto iba a ser igual.
Cuando fue un poquito más grande, y gracias al gobierno de Perón su familia respiró un poco más aliviada. Pero siempre ahí.
El negro era uno de esos tipos que se ganan el amor de todo el mundo. Mi vieja lo amaba.
Nunca avisaba que iba a ir a visitarte, pero desde la vereda te gritaba siempre “¿Que pasa que todavía no pusieron la pava”? Y vos te reías, porque sabías que el negrito andaba ahí y venía a regalarte algunas clases de política o solamente una sonrisa. Pero estaba ahí.
Amigos como pocos, de esos que se cuentan con los dedos de una mano. Un luchador. Por donde se lo mire.
A los encuentros del café no faltaba nunca, aunque anduviera en mil mambos. Llegaba siempre diez minutos tarde, pero te hacía reír tanto y traía siempre algo nuevo para contar que en el medio te olvidabas de sermonearlo.
Tenía pequeñas rutinas armadas, aunque si estuviera acá diría que no que no es así. Porque juraría que no se daba cuenta.
Llegaba, se sentaba y se refregaba las manos. Nos preguntaba cómo andábamos, qué contábamos de nuevo y arrancaba la perorata. Por aquellos años andaba muy metido con la agrupación. En cada pedacito de papel libre que encontraba escribía siempre “Perón o muerte”. Eran tiempos de revolución.
Si alguno de los días se retiraba un rato antes, nosotros sabíamos a ciencia cierta aunque no nos lo dijera, que iba a encontrarse con los compañeros.
¡Si ustedes supieran de qué forma le brillaban los ojos cuando alguien hablaba maravillas de Perón!


De los tres, el negro era mi mejor amigo. El único con el que me encerraba en la pieza a llorar cuando los problemas del amor se me hacían enormes. O al menos eso creía en esos años.
No sé bien de dónde los sacaba, pero siempre tenía un consejo para darte. Muchas veces supe que él mismo no se manejaba así en la vida, y era un poco testarudo. Pero hubiera dado la vida por mí de haberle sido posible. De no haber sido real la forma en qué se la arrebataron.

Argentina andaba jodida. Un buen día, y como por arte de magia, a un puñado de señores sin alma y con aires de superioridad, se les ocurrió que había que limpiar literalmente la Argentina de mala gente y “subversivos”. Llegaron un día y se adueñaron de la vida de un país. Como quien entra a un lugar y por saberse ahí se cree dueño de todo lo que hay.

Cuando la muerte camina por la calle agazapada todo el tiempo, es difícil verbalizar el miedo.
Traspasa los huesos. Quema el aire. Anuda el alma para siempre.

En mi casa no se hablaba de otra cosa. Siempre había algún comunicado nuevo que estos hijos de puta habían mandado. Siempre alguna tramoya que no llegábamos a saber del todo. O al menos no la entendíamos.
Hubo muchas tardes de debate sobre qué hacer.
Mientras tanto, y aunque cada vez menos seguido, se escuchaba en la vereda al negrito “Que pasa que todavía…” y yo corría a poner la pava porque ese era el pacto.
El negro nos tranquilizaba. Como siempre. A veces sospechaba que ni él se la creía, pero me parece que me gustaba jugar a eso. El negro me convencía y yo le creía. Dolía menos.

Era cada vez más difícil vivir. Daba miedo hasta respirar. Vi a muchos pibes cagarse hasta las patas cuando un móvil doblaba la esquina. Por aquellos años todos éramos sospechosos.
Un día el dueño del bar nos pidió, y de la manera más amable que pudo, que si podíamos, si no nos molestaba, dejáramos de ir un poco. Me dolió en el alma, no solo porque era el día de la semana que más esperaba, si no porque supuse que la cosa venía pesada.
Y aunque el miedo a que un buen día apareciera muerto en alguna zanja me invadió por completo, yo sabía que el que estaba complicado de verdad era el negro.

No parábamos de escuchar nunca, que a tal o cual pibe del barrio lo habían chupado los milicos.
No se sabía qué hacer.

Una tarde lluviosa, de esas en que el frío es mucho más que frío, me junté con el negro en casa a conversar.
Le pedí que parara un poco, que se alejara de la agrupación por unos días, aunque sea hasta que todo se calmara. Entonces el negro, emocionado hasta las lágrimas como pocas veces lo había visto, me explicó que la agrupación era su vida. Que era su manera de demostrarle al mundo cómo quería vivir. Que le parecía absurdo tener que callarse la boca porque a algunos hijos de puta no les gustara su manera de pensar. Que él le había jurado a la vieja que iba a luchar siempre hasta el fin de sus días por vivir en un país más justo, y que eso intentaba hacer cada vez que se encontraba con “los compañeros”. Lo vi llorar como un nene y suplicarme que lo entendiera.
Fue la última vez en mi vida que lo vi.
Ese día el negro se había quedado a cenar. En casa era uno más y lo mimaban a veces, mucho más que a mi. Cerca de las doce se fue para la casa. Me dio un abrazo fuerte, me apretó la mano y me dijo “Haceme caso cabezón, no pienses nunca que alguien puede venir a arrebatarte tus sueños porque tiene ganas”, se metió la manos en la campera de jean, giró sobre sus pies y se fue. Para siempre.

De todos modos, iba a tener que pasar una semana para que me diera cuenta que aquella noche fría de 1976 que no olvidaría mientras viva, había sido la última vez en que había soñado un futuro con mi amigo de toda la vida.
Algunos días después lo fui a buscar al negro a la casa. Mi novia de aquellos años me había dejado otra vez y yo sabía que nadie en el mundo tenía un consuelo más efectivo para mis lágrimas que el negrito.

Cuando me abrieron la puerta de esa casa, supe para siempre con qué me encontraba.
Entre una congoja indescriptible y unos muchos pares de ojos que me miraban esperanzados, me contaron que hacía una semana no sabían nada de Luis. Que lo habían ido a buscar a todos lados y nadie lo había visto.
Que se habían contactado con alguno de sus compañeros, y entre lágrimas aunque mucho menos sorpresivas, les habían dicho que hacía unos cuantos días no sabían nada de él, ni de cuatro compañeros más.
Ellos y yo sabíamos la verdad, pero el dolor quemaba tanto que nadie fue capaz de pronunciar una sola palabra más en todo el rato.

Después de una hora y media de ver de qué forma se hacían pedazos las ilusiones y el alma de toda una familia, decidí que lo mejor era irme porque había que darle a esa gente la posibilidad de llorar a solas. Dejé para siempre mi última sonrisa de plena felicidad en la casa del negrito y me fui. No sé bien a dónde.
Cuando fui un poco más grande, y supe bien lo que había pasado, todo lo que les habían hecho a los que soñaban con otro país, todo lo que esos hijos de puta habían querido hacer con tantas vidas, me senté y sonreí. Porque conociéndolo cómo lo conozco al negro, podría jurar que les fue difícil sacarle una sola palabra. Era un tipo con unos códigos enormes. De los que ya no se ven. Jamás en su vida hubiera vendido a nadie, ni aunque su vida misma fuera el premio por decirlo. Esos hijos de puta lo habían matado. Pero les había costado mucho. Yo lo sabía, aunque nadie nunca pudiera decirme cómo fue.

Ya pasaron muchos años. Demasiados desde aquella vez.
Muchos más de los que me hubieran gustado.
Más de treinta años desde la última vez que me senté con el negrito a solucionar el mundo.
Desde la última vez que lo había visto sonreír por algo.
Desde la última vez que había sentido que la vida me había regalado al negro para siempre.
Desde la última vez que fui enteramente feliz.
De todos modos y por las dudas, todavía lo espero. No vaya a ser cosa que alguna vez escuche “Que pasa que todavía…” y yo no esté preparado.