lunes, 31 de julio de 2017

Túneles

En la escalinata enorme de sueños que para siempre quedarán ahí, en el escalafón eterno de lo utópico por no poder hacerse nunca realidad, por irreales y fantásticos, dormirá para siempre aquél extraño e infantil de poder mudarse a un libro.
Abrir con cautela pero con seguridad alguna página en especial, o ninguna en particular, o lo mismo da. Escarbar apenas con la uña algún sector en especial, preferentemente casi llegando a la orejita de la hoja y zambullirse sin problema. Ahondar un rato largo en cuál es el olor exacto de algunas palabras. Investigarles tanto la forma y el espacio que ocupan que cuando vuelva sea capaz de contarle a mis amigos a qué huelen "libertad" y "primavera”, cuánto espacio ocupa "lealtad" o a cuántas comas dejaron sin vida el pelotón de "Y".
El modo de volver debería ser igual de simple y al alcance de la mano en cualquier momento de la historia. Así podría cambiar sin problemas de Márquez a Álvarez Tuñón y de Bonelli a María Elena Walsh en un abrir y cerrar de tapas.
Pienso que además, podría ser también un buen refugio amortiguador.
En días grises y espesos, viviría entonces un rato en el "Me van a tener que disculpar “del gran Sacheri para llenarme los ojos de emoción color sol para siempre, para contarle a los nietos cómo fue ganarles a ellos, aunque yo no haya hecho nada para incluirme en el plural. O al momento glorioso tan bien descripto por Bonelli en el que las clases sociales se nos hacen ácaros en las manos y entendemos todo, lo absurdo que ha sido siempre y lo fabuloso que resulta que uno siga gustando de un ser humano sin que al final importe más nada, aunque todo avance y el mundo nos pierda por los costados.
Para las trencitas y los párpados llenos de amor me iría primero a "El amor en los tiempos del cólera" con ese García Márquez tan preciso y detallista. Tanto que deberé quedarme un rato largo ahí. Tal vez si el sueño me lo permitiese le haría algunas preguntas a Florentino Ariza. Y le pediría una carta de amor, claro.
Saltearía a mi gusto las partes tristes, donde el amor es “tan fuerte como el no amor” como dice el gran Charly, y nadaría largo y tendido en lo bello de ese Márquez explicando cómo es que a uno le tiembla el cuerpo de amor.
Con Álvarez Tuñón tengo desde hace tiempo un romance idílico y refinado, aunque nunca vaya a enterarse. Le dejaría algunas lágrimas en la puerta del aserradero a los hermanos Iglesias, y cerraría los ojos con fuerza cuando ella toque ese piano para él, o para ella y sus dioses, mientras él en la quietud de ese sillón a sus espaldas empezaría a sentir el fuego mortal del amor cavando la fosa en mitad del pecho mientras la mira hacer.
Así podría para siempre sentirme protagonista, o secundaria, o espectadora eterna del sin fin de historias en las que me he sumergido y han funcionado de remo, de balsa, de borde para hacer pie.
Como última utopía, correría por los recovecos del tiempo a lo del maestro, el gran Cortázar. Y le pediría "Escribime un cuento. Uno que hable sobre mi" aunque más no sea uno que hablara de lo tonto que podría parecerle mi pedido. Cuando en la página 15 o 16, se le dé por detallar con su modo intrincado y brillante, qué es lo que piensa sobre mí, sabré que allí reside el futuro. Lo cerraré con ganas después de leerlo sin meterme dentro y lo guardaré prolijamente entre las cosas valiosas.
Tal vez algún día lo encuentren mis hijos y yo tenga que enseñarles, afortunadamente, cómo hace uno para entender mejor a los otros y a uno mismo, metiéndose en un cuento, raspando apenas un poco las hojas.

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